martes, 10 de noviembre de 2015

Un cuento de avioncitos de papel, montañas y lagos

Santi era un niño de 6 años  a quien le gustaba mucho la tele, los estudios y los aviones.  Algunas horas de su tiempo las invertía en ver las aventuras de sus héroes favoritos en la pantalla del televisor, similar a un cuadro, que habían instalado en su cuarto, al lado de una fotografía envejecida de Marcio, su bisabuelo paterno, antiguo dueño de los terrenos en que hoy vivía la familia.   

En la mañana asistía a sus clases de segundo grado en el gimnasio San Martín y, de regreso a casa hacía sus tareas, hasta las 4 de la tarde. Después de esa hora era un hombre, digo un niño libre, para ver a sus héroes favoritos por la tele o para disfrutar de sus juguetes en el amplio patio que era todo suyo, pues era el único niño que habitaba esa extensa propiedad, compuesta por una casa de cinco cuartos y un terreno grande bien grande como los sueños de un niño que anhelaba ser piloto de su propio avión y volar un día sobre las desérticas llanuras e su país, sobre los agonizantes ríos de lecho amarillo y por encima de las viejas montañas en donde moraban los solitarios espíritus de sus ancestros.

Su padre había dedicado los últimos meses y casi toda su fortuna en excavar en busca de un supuesto tesoro que el bisabuelo habría enterrado en  algún sitio de ese viejo lote poblado por árboles de mamón, mango, limón y manzanitas. Producto de las fracasadas exploraciones había huecos y pilas de tierra por todas partes. En los juegos de Santi las oquedades eran cráteres o lagos y las pilas de tierra hacían parte del sistema montañoso de ese pequeño país que era su casa.  De esta manera podía asimilar las lecciones de geografía que le daban en el colegio en el que una maestra de cabello largo, lentes grandes y ojos pequeños le hablaba de valles, ríos, colinas y montañas que él aún no había podido conocer en la vida real.

Su sueño predilecto era volar y su juguete preferido era el avión que le regalaron en el pasado diciembre. Pero su avión no volaba, como sí lo hacían los avioncitos de papel que aprendió a construir en el pequeño patio de recreo del colegio.  Poco a poco había aprendido el arte de darle forma al papel, doblarlo, acariciarlo y convertirlo en aviones de distintos modelos y con variados estilos de vuelo.

Algunas de sus naves volaban en línea recta desde el lugar de lanzamiento hasta donde el impulso alcanzara. Otros servían para elevarse y luego caer de manera perpendicular hacia el suelo, cerca del lugar de lanzamiento. También sabía hacer aquellos que volaban en espiral. Pero los que a él más le gustaban eran los que permanecían más tiempo en el aire y cruzaban la frontera de la imaginación para viajar en una ruta de fantasía como si fuera un aeroplano llevado por la mano de un experto piloto.

Su avión preferido se dejaba acariciar antes del lanzamiento, como si tuviera un corazón que latiera en el fuselaje; cuando lo lanzaba, se elevaba altivo por el aire, cruzaba con cuidado por entre las espinadas ramas del manzanito y los  apetitosos gajos de mamón, luego giraba hacia la izquierda y pasaba por encima del gallinero en donde despertaba la admiración de las aves de corral y luego saludaba las luminosas flores de un pequeño rosal antes de posarse con suavidad al lado de un promontorio de tierra recién removida.  Santi imaginaba a los pasajeros bajando del avión y escalando la pequeña colina detrás de la cual estaban sus hogares; otro día veía  varios taxis transportando a los viajeros haca distintos lugares o pueblecitos de nombres llamativos como los que había leído en su libro de geografía.

Tomaba el avión de nuevo y lo lanzaba en otra dirección. Ahora su frágil navecita se remontaba sobre el tejado de la casa, pasaba rozando el tanque elevado y se remontaba por encima de un marañón maduro que era cortejado por una bandada de alegres abejas; luego pasaba.

Continuará





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