Santi era un niño de 6 años
a quien le gustaba mucho la tele, los estudios y los aviones. Algunas horas de su tiempo las invertía en
ver las aventuras de sus héroes favoritos en la pantalla del televisor, similar
a un cuadro, que habían instalado en su cuarto, al lado de una fotografía
envejecida de Marcio, su bisabuelo paterno, antiguo dueño de los terrenos en
que hoy vivía la familia.
En la mañana
asistía a sus clases de segundo grado en el gimnasio San Martín y, de regreso a
casa hacía sus tareas, hasta las 4 de la tarde. Después de esa hora era un
hombre, digo un niño libre, para ver a sus héroes favoritos por la tele o para
disfrutar de sus juguetes en el amplio patio que era todo suyo, pues era el
único niño que habitaba esa extensa propiedad, compuesta por una casa de cinco
cuartos y un terreno grande bien grande como los sueños de un niño que anhelaba
ser piloto de su propio avión y volar un día sobre las desérticas llanuras e su
país, sobre los agonizantes ríos de lecho amarillo y por encima de las viejas
montañas en donde moraban los solitarios espíritus de sus ancestros.
Su padre había dedicado los últimos meses y casi toda su
fortuna en excavar en busca de un supuesto tesoro que el bisabuelo habría
enterrado en algún sitio de ese viejo
lote poblado por árboles de mamón, mango, limón y manzanitas. Producto de las
fracasadas exploraciones había huecos y pilas de tierra por todas partes. En
los juegos de Santi las oquedades eran cráteres o lagos y las pilas de tierra
hacían parte del sistema montañoso de ese pequeño país que era su casa. De esta manera podía asimilar las lecciones
de geografía que le daban en el colegio en el que una maestra de cabello largo,
lentes grandes y ojos pequeños le hablaba de valles, ríos, colinas y montañas
que él aún no había podido conocer en la vida real.
Su sueño predilecto era volar y su juguete preferido era el
avión que le regalaron en el pasado diciembre. Pero su avión no volaba, como sí
lo hacían los avioncitos de papel que aprendió a construir en el pequeño patio
de recreo del colegio. Poco a poco había
aprendido el arte de darle forma al papel, doblarlo, acariciarlo y convertirlo
en aviones de distintos modelos y con variados estilos de vuelo.
Algunas de sus naves volaban en línea recta desde el lugar
de lanzamiento hasta donde el impulso alcanzara. Otros servían para elevarse y
luego caer de manera perpendicular hacia el suelo, cerca del lugar de
lanzamiento. También sabía hacer aquellos que volaban en espiral. Pero los que
a él más le gustaban eran los que permanecían más tiempo en el aire y cruzaban
la frontera de la imaginación para viajar en una ruta de fantasía como si fuera
un aeroplano llevado por la mano de un experto piloto.
Su avión preferido se dejaba acariciar antes del
lanzamiento, como si tuviera un corazón que latiera en el fuselaje; cuando lo
lanzaba, se elevaba altivo por el aire, cruzaba con cuidado por entre las
espinadas ramas del manzanito y los
apetitosos gajos de mamón, luego giraba hacia la izquierda y pasaba por
encima del gallinero en donde despertaba la admiración de las aves de corral y
luego saludaba las luminosas flores de un pequeño rosal antes de posarse con
suavidad al lado de un promontorio de tierra recién removida. Santi imaginaba a los pasajeros bajando del
avión y escalando la pequeña colina detrás de la cual estaban sus hogares; otro
día veía varios taxis transportando a
los viajeros haca distintos lugares o pueblecitos de nombres llamativos como
los que había leído en su libro de geografía.
Tomaba el avión de nuevo y lo lanzaba en otra dirección.
Ahora su frágil navecita se remontaba sobre el tejado de la casa, pasaba
rozando el tanque elevado y se remontaba por encima de un marañón maduro que
era cortejado por una bandada de alegres abejas; luego pasaba.
Continuará
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